domingo, 2 de septiembre de 2012

Los informes de Luigi Clementi al Vaticano

Por Víctor Orozco

El 12 de enero de 1861, apenas unos días después de que las tropas liberales habían entrado triunfantes a la ciudad de México, Melchor Ocampo, a la sazón ministro de Relaciones Exteriores en el gabinete del gobierno presidido por Benito Juárez, comunicó a Luigi Clementi, arzobispo de Damasco y Nuncio Apostólico en México lo siguiente: "No es de ningún modo conveniente al Supremo Gobierno Constitucional de la República la permanencia de usted en ella, después que tantos sacrificios ha costado a esta nación el restablecimiento del orden legal, después que tanta sangre se ha derramado en este suelo y todo esto por la escandalosa participación que ha tomado el clero en la guerra civil. Hoy que el orden constitucional queda establecido, el excelentísimo señor presidente ha dispuesto que usted salga de la República en un breve término que sea absolutamente el necesario para preparar su viaje".


El representante del papa Pío IX había llegado a México en noviembre de 1851, con el encargo de informar puntualmente a la corte vaticana sobre la situación general tanto de la república mexicana como de las centroamericanas, así como sobre la inestabilidad social y peligros de afectación a las extensas propiedades de la iglesia católica. Tres años antes de la llegada del prelado italiano, había concluido la guerra entre México y Estados Unidos, durante la cual se había suscitado un serio conflicto entre el gobierno de la república y las cúpulas eclesiásticas, cuando aquel decretó la ocupación y subasta de una porción de bienes inmuebles pertenecientes a corporaciones del clero para hacer frente a las necesidades militares del momento. La férrea oposición de los obispos a que se tocasen estos bienes, que sólo en la ciudad de México comprendían a las dos quintas partes de las fincas urbanas, propició el alzamiento de la guarnición de la capital y de los jóvenes pertenecientes a las escuelas militares, la mayoría ubicada en las clases altas. Se frustró la aplicación de la medida, considerada por el gabinete presidido por Valentín Gómez Farías como posible salvadora de la nación, frente a la ofensiva del ejército norteamericano, el cual bombardeaba Veracruz e invadía el norte tomando la plaza de Chihuahua, justo en esos meses iniciales de 1847.

En estos años, el dominio del papado sobre la Italia central a través de los estados pontificios, era cada vez más cuestionado y combatido por los nacionalistas. Nunca como en ese momento se actualizaba la idea expuesta por Nicolás Maquiavelo, "...el papa ni es tan fuerte como para lograr la unidad italiana, ni lo es tan débil como para no impedirla". En una fase durante la cual emergían triunfantes las naciones europeas, Italia se quedaba a la zaga en la carrera hacia la entidad nacional y el papa se constituía como el principal de los obstáculos para alcanzar la ansiada unificación. En 1848 la lucha de los nacionalistas arribó a una de sus cimas al establecer la efímera república romana y expulsar al papa Pío IX de la ciudad, obligándolo a refugiarse en Gaeta, bajo el amparo del rey de las Dos Sicilias. Las tropas enviadas por Luis Napoleón, presidente de la naciente II república francesa, aplastaron a la hermana italiana y restituyeron al papa en el trono pontificio. Éste inició entonces, no obstante sus antecedentes tenidos como liberales, una política de férrea represión contra cualquier movimiento, organización, individuo o idea que atacara o pusiera en duda la supremacía del Vaticano en el ámbito temporal. El mismo abarcaba sobre todo dos espacios: el territorio de los estados pontificios y el conjunto de propiedades y posesiones de la iglesia en todos el mundo. Sobre el primero, el obispo de Roma ejercía el dominio político, era Papa-Rey, como le llamaban sus súbditos. Y los segundos, ubicados en la categoría de divinos, le garantizaban a la organización eclesiástica inacabables rentas que en alto porcentaje terminaban en las bóvedas del Castillo de Sant'Angelo, convertidas en monumentales cajas fuertes desde la época de los papas medioevales.

En este contexto, el enviado papal a México y Centroamérica, gran contribuyente el primero a las cajas romanas, tenía altos deberes que cumplir. Poco después de su llegada se instauró la dictadura clerical-militar de Antonio López de Santa Anna y se acendraron los planes políticos para liquidar el régimen republicano y sustituirlo por una monarquía católica. La historia, sin embargo se condujo por otros caminos, pues en 1855 triunfó la revolución de Ayutla y se inició un proceso que desembocaría en la reforma liberal, con la expropiación de los bienes de la iglesia, la separación de la iglesia y el estado, la expedición de la ley de libertad de cultos y en rigor, la instauración del estado mexicano. Todo ello le tocó observar y vivir al obispo de Damasco. De esta suerte, sus puntillosos informes se convirtieron en una pieza clave para definir la política vaticana hacia México y también hacia Latinoamérica, pues a los ojos de la diplomacia romana, los países de la región compartían un significativo número de distintivos. Es la razón inmediata por la que en diciembre de 1856, cuando apenas se iniciaban los grandes cambios mexicanos, el papa les dedicó una larga alocución que implicó una especie de declaración de guerra al gobierno. No se expedía aún la constitución de 1857, por tanto los obuses en previsión se dispararon contra el proyecto. En categórico tono condenatorio, Pío IX se refería así al futuro texto político: "Entre otras cosas se proscribe en esta propuesta de Constitución el privilegio del fuero eclesiástico, se prohíbe contraer obligación por voto religioso, se admite el libre ejercicio de todos los cultos y de emitir cualquier género de opiniones y pensamientos...". Y enseguida, emitía dos declaraciones, que contribuyeron de manera decisiva a provocar la cruenta contienda de los tres años: "...condenar, reprobar y declarar írritos y de ningún valor los mencionados decretos (sobre todo la Ley de Desamortización de Bienes del Clero. Nota mía) y todo lo demás que haya practicado la autoridad civil con tanto desprecio de esta Silla Apostólica...". Al final elogiaba al pueblo por "...adherirse firme y constantemente a esta Cátedra de San Pedro", lo que significaba la bendición de la guerra contra las nuevas instituciones.

Las palabras del papa, impresas con prontitud y enviadas a México para su difusión, motivaron una larga carta de José María Iglesias, ministro de relaciones exteriores, al nuncio Clementi, en la que explicaba el sentido de cada una de las reformas, alegando que ninguna de ellas afectaba realmente a la iglesia. En un afán conciliatorio, terminaba haciendo una innecesaria e incongruente confesión de fe religiosa y luego reivindicaba sin duda alguna los derechos soberanos del estado mexicano. Decía Iglesias: "...el gobierno mexicano ...que se precia de ser católico...que acata en el Sumo Pontífice Romano al Vicario de Cristo, que respeta...el derecho de atar y desatar sobre la tierra en materias espirituales, no reconoce en las temporales superior alguno...". Agregaba que la declaración pontificia de las leyes mexicanas mencionadas por el papa, "... es tan incompetente como si hubiera recaído sobre la ordenanza de aduanas...". El último párrafo caló hondo en el poderoso nuncio, quien lo consideró además de inexacto "..nada adecuado a la veneración que un gobierno católico está obligado a profesar al Jefe de la Iglesia". En otras palabras y en la lógica eclesiástica, un gobierno reclamado como católico, estaba obligado a obedecer y a someterse en todo a la silla pontificia. Así sucedía y trataba de practicarse en otros países latinoamericanos, débiles como México, aunque no sucediera lo mismo con los poderosos y autoritarios monarcas europeos, con los cuales el Vaticano celebraba concordatos cediendo buena parte de los supuestos derechos que con tanta arrogancia exigía a los estados provenientes de las antiguas colonias ibéricas.

Planteado en términos precisos, estaba en juego el poder político en México: o era la corte del Vaticano quien decidía la validez de las leyes y los actos de las autoridades, o eran los órganos del estado previstos en su constitución política. Soberanía contra sumisión. Derechos humanos contra poder omnímodo del sacerdocio. La disputa, condensada aquí en unas pocas líneas, no podía sino terminar como en Italia, en una contienda militar, social y cultural inconciliable. Para fortuna de los mexicanos, ganaron el derecho y la libertad. En el espacio de la microhistoria, es lo mismo que está en juego en la Nueva Jerusalén... increíblemente en 2012.

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