Autor Víctor Orozco
Enviado por Víctor Orozco
Enviado por Víctor Orozco
El Día Internacional del Trabajo se celebra en casi todos los países. Fue ideado originalmente por el congreso de la Segunda Internacional en 1889 como una huelga general de un día en remembranza de la convocada en Chicago tres años antes justo el 1 de mayo y que derivó en el linchamiento de varios de sus líderes, víctimas de una provocación policíaca y de unos jueces corruptos. El propósito central de la celebración fue expresar la unidad obrera en torno a demandas como la jornada máxima de ocho horas (ocho de labor, ocho de sueño, ocho en casa) y el salario mínimo. El siglo XIX había visto cómo los capitalistas podían llevar la explotación de sus obreros hasta grados inimaginables de sufrimiento. Quienes primero denunciaron la miseria de la cual se nutría la nueva riqueza, fueron los novelistas y los narradores. Descripciones como las de Víctor Hugo sobre la inicua condición de los habitantes en los barrios parisinos fueron tema de las mejores plumas. También de viajeros, observadores y testigos. Viviendas infectas, socavones donde transcurría la vida de los mineros, niños atados a las máquinas, esposas obligadas a prostituirse, envejecimiento en la flor de la edad: casi ningún mal se les ahorró a los obreros, que montaron sobre estas desdichas el más poderoso y sofisticado sistema de producción conocido desde los inicios de la historia. El trabajo, es desde luego, anterior al capital, pero en ninguna etapa previa a la del dominio de éste sobre toda la sociedad, se le sometió a una presión tan formidable, elevando su productividad hasta grados desconocidos, a costa de los trabajadores. No obstante que el sistema descansa absolutamente en el trabajo, en pocas etapas ha sido tan despreciado. El dinero, suprema expresión del trabajo acumulado y puesto en las manos de unos pocos, se convirtió en el amo y señor, despegado de sus orígenes. Tanto así, que la paradójica expresión: “No trabajo, porque si lo hiciera, no tendría tiempo para ganar dinero”, es una realidad. No hace mucho leí un texto sobre la forma de vida de los nuevos ricos en China, jóvenes que van de un exótico salón a otro en donde fraguan cuantiosas inversiones entre banquetes y shows. Sólo aceptando que hasta el placer mismo es trabajo como alguno señalaba con ironía, puede dejar de considerarse a estos capitalistas como parásitos sociales.
El mundo del trabajo es de esta manera colocado en la esfera de lo bajo, lo no deseable. No puede decirse que a esta condición lo ha llevado el sistema capitalista, tan sólo la ha confirmado y en ciertos momentos la ha exacerbado. De hecho y no obstante que la humanidad no puede vivir sin el trabajo y ni siquiera es posible concebir un mundo sin esta acción constante para satisfacer necesidades de todo orden, el trabajo ha sido casi siempre desdeñado y tenido como un castigo. En el mito bíblico, por ejemplo, Jehová maldice al hombre condenándolo a “comer el pan con el sudor de su frente”, implicando que el ideal dichoso estaba en el paraíso, sitio fantástico en donde es innecesario laborar para vivir. Puesto que la divinidad tiene las llaves para llegar allí, deriva de este monopolio todo su poder sobre los hombres. Aunque, mucho antes de que se escribiera la leyenda del Génesis, había un gran acopio de dichos sobre la imposibilidad de ganarse el pan si no era con el trabajo, a menos que se apropiase del ajeno.
La condena al trabajo tiene su correlato en la exaltación del dinero y de todas las formas de obtenerlo, honestas y deshonestas, legales e ilegales. Conseguir dinero sin trabajar o sólo aparentando que se trabaja –a la manera de muchos políticos y funcionarios- se ha convertido en la máxima aspiración, equivale a poseer un duplicado de las llaves de Jehová. En el pasado, se nacía confinado dentro de un estatus, cuyas fronteras determinaban si se trabajaba y en qué se trabajaba. Quien provenía de una familia campesina sabía que sus abuelos habían sido labradores y los serían sus nietos. Lo mismo si su cuna estaba entre los artesanos. Podían pasar siglos antes que algún raro miembro de su rama familiar abandonase el mundo del trabajo y pasase al de las clases ociosas, representadas sobre todo por la aristocracia y la alta clerecía. Sus miembros, -de sangre azul, porque les resaltaban las venas en el cuerpo nunca sometido al rigor de la intemperie- habían alcanzado el paraíso prometido aquí en la tierra, a costa de que el resto viviese en el infierno. Contra un estado tal, se rebelaron finalmente todos, cada cual a su manera –artesanos, campesinos, burgueses-. Quienes ganaron fueron éstos últimos, hábiles trabajadores del comercio sobre todo y en apenas un par de siglos suplantaron a la nobleza para convertirse en una nueva clase ociosa.
El nuevo sistema, no consagró ninguna cuna, sino que las declaró a todas iguales, rompiendo las barreras que separaban a la clases. Pero, hizo a unos dueños y a otros les arrebató toda propiedad, de tal manera que estos últimos debían trabajar para los primeros. Esta fue su ley suprema. En el curso del último siglo, un puñado de estos grandes dueños se convirtieron en los amos de la tierra, mientras el mundo del trabajo siguió girando y girando, menospreciado y vilipendiado.
No son muchos los escritores, filósofos, economistas, historiadores que se hayan ocupado del mismo. La mayoría da por supuesto que debe existir para beneficio del otro, del colocado arriba y que le succiona el conjunto de bienes creados abajo. ¿Quién puede por tanto hablar por este mundo del trabajo y proclamar su derecho a recibir el beneficio de sus productos, materiales e intelectuales?. Sin duda alguna sus propios habitantes: obreros industriales, trabajadores de la cultura, técnicos, campesinos, profesionales en diversos campos del conocimiento. De los brazos y del cerebro de estos millones de hombres y mujeres ocupados en las tareas más diversas, depende la sociedad entera. No es necesario pensar en las complejas tareas de los científicos para constatar que en este mundo del trabajo residen el talento, la iniciativa y el espíritu de cambio. Basta advertir las habilidades y las sabiduría acumuladas por generaciones de labradores, carpinteros, herreros, obreros en todas las ramas industriales. Asumir la conciencia de estos hechos, permite plantear la transformación del sistema y en el plano teórico, sustituir el paradigma del dinero por el del trabajo. Y en el ámbito de la práctica, distribuir la riqueza creada, tangible e intangible, entre los productores directos de ella.
Desde siempre, el tiempo para pensar, para inventar, para crear, ha sido privilegio de pocos. Las instituciones educativas modernas han ampliado la pequeña porción de la sociedad que puede disfrutar de este “ocio productivo”, sin embargo a la gigantesca mayoría apenas le alcanza la jornada para sobrevivir. Las leyes y costumbres se han encargado de prolongar el tiempo de trabajo necesario de múltiples maneras, una de ellas la trampa de las llamadas “horas extras”. Una minúscula minoría puede hacer gala de vivir de aquello que le provoca placer. Es momento de que en este mundo del trabajo se abra una senda creciente para que sus protagonistas, todos, gocen del tiempo para satisfacer sus gustos y aficiones: estéticos, deportivos, literarios, culinarios, artesanales en esa gama infinita de actividades materiales e intelectuales en cuya ejecución se realiza la persona.
¿Es una utopía?. Sin duda, pero el camino hacia su alcance, pasa por conquistas parciales. Aumentos de salarios reales, prestaciones, impuestos progresivos, programas sociales. Todo ello exige conciencia de clase, organización, interminables luchas ideológicas y políticas, autonomía respecto de los mecanismos y cuerpos de control como lo son gobiernos e iglesias. Implica rescatar símbolos como el Primero de Mayo, que brotó del mundo del trabajo y a él debe pertenecer.
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