Autor: Víctor Orozco
Enviado por: Víctor Orozco
Comencé a redactar un ensayo sobre la resistencia nacional a la intervención francesa, dentro del seminario nacional organizado por el Senado de la República a propósito del sesquicentenario de la Batalla de Puebla ocurrida el 5 de mayo de 1862. Y me asaltó una vieja pregunta, recurrente: ¿Qué propósitos o designios o causas son capaces de movilizar a las sociedades para ejecutar acciones de relevancia o acometer la realización de grandes empresas?. La semana pasada, por ejemplo, me sorprendió la respuesta de miles de gentes ante un mensaje difundido en las redes sociales: los tarahumaras o rarámuris se están suicidando por el hambre. En Ciudad Juárez formamos filas en los centros de acopio para llevar la ayuda. Y hubo colectas en Chihuahua, México, Culiacán. La presión de la opinión pública obligó a los gobiernos federal y estatal a implementar programas de auxilio inmediato. En este caso, la motivación en las conciencias individuales y en la colectiva radicó en los sentimientos de solidaridad, de piedad, de vergüenza. También en el complejo de culpa que nos asalta a los mexicanos -probablemente con mayor intensidad a los chihuahuenses- cuando nos miramos en el espejo y contemplamos a los despojados y explotados indígenas, pobres entre los pobres.
Veamos otra motivación: en enero de 1862, las tropas extranjeras habían desembarcado en Veracruz y el ejército francés se aprestaba a invadir todo el territorio. Poco después, galos y zuavos avanzaron hacia la capital de la República, auxiliados por soldados del antiguo ejército conservador derrotado y disuelto apenas un año antes. Para los fogueados oficiales enviados por Napoleón III, la posesión de México se antojaba un desfile, con aclamaciones, ceremonias religiosas y desde luego ninguna oposición. ¿Cómo podía suponerse, de acuerdo con las extendidas versiones sobre la miseria espiritual de los mexicanos, que éstos pudieran resistirse a los "civilizadores"?. ¿No eran acaso "los últimos de los hombres", postrados, divididos y en el último peldaño de la degradación moral?. y, para como de sus males, gobernados por un individuo con todas las ostensibles limitaciones de una raza inferior.
Quienes así pensaban, habían sacado conclusiones erróneas de la historia mexicana porque no la conocían, era tal su desprecio que éste, junto con las certidumbres falsas -las peores enemigas del conocimiento, antes que la ignorancia- había ocupado el sitio del juicio y de la inteligencia. Estaban además bien apuntalados por los axiomas de la pseudociencia sobre las superioridades raciales, tan en boga en Europa y Estados Unidos. Los franceses y sus aliados se habían equivocado y se percatarían de ello en el curso del siguiente lustro. En Puebla hubo dos batallas: la primera de 1862, un triunfo para los mexicanos, exaltó su patriotismo y los persuadió de que podían ganar contra el orgulloso primer ejército del mundo. La segunda, de 1863, una derrota, templó y endureció a los espíritus más vigorosos, aunque abatió a los débiles, al tiempo que puso en claro dónde estaban los que velaban por una nación propia y dónde los que se apresuraron a proteger sus intereses privados.
Para explicar estos hechos, generalmente se acude a los documentos y actos de los próceres y de las notabilidades. Pero, la resistencia al derrumbe de la nación y al vasallaje se expresaron en todos los ámbitos. Pueden encontrarse expresiones y muestras en las villas remotas de Oaxaca y en los pueblos desérticos de Coahuila y de Chihuahua. Una nota de El Chihuahuense, semanario fechado el 14 de julio de 1863, dirigido por José María G del Campo, consignaba: "Los fronterizos. Debemos a la espontaneidad de los vecinos del Cantón Bravos el auxilio de armas que han donado al Estado, ellos y otros mexicanos y vecinos del Nuevo-México, residentes en territorio que perteneció a Chihuahua. Muchas armas se hubieran traído por la generosa comisión, si ella no rehusara las de diverso calibre, construcción y especie, que le presentaban los bondadosos fronterizos y de que tanto necesitan en su apartada comarca". ¿Que movía a estos pastores y labradores de Paso del Norte y de los otros minúsculos pueblos rivereños (San Lorenzo, Senecú, Socorro, Guadalupe) para ceder bienes e instrumentos tan preciados como las armas, que les eran casi indispensables para sobrevivir en medio de la intermitente contienda con las naciones apaches?. A fin de cuentas, los fuegos de la guerra librada por México ardían a dos mil kilómetros de sus casas y a cuarenta días de camino por lo menos.
En otro documento del citado periódico, se explicaba con meridiana y tranquila claridad: "En la actualidad, todos debemos conspirar a la unidad del sentimiento nacional: ya no se trata de la autonomía de México, sino, de su existencia como nación: en la presente lucha no debe haber partidos, solo debe haber nacionales y extranjeros, mexicanos y enemigos y al enemigo, sea cual fuere, debe perseguirse, castigarse y expulsarse del suelo patrio". Se extrañan aquí la grandilocuencia y solemnidad, los adornos de la época, sacrificadas ante la contundencia y sencillez de la exhortación. Estas últimas quizá correspondían mejor a la fría determinación, con la cual había de hacerse frente a las colosales adversidades, asumida en primer término por el presidente Juárez.
En otro texto reproducido a la carrera de un periódico queretano y dedicado a los traidores, esta vez sí usando la retórica vehemente y a propósito de la caída de Puebla y de México en manos de los franceses, se leía: "Puebla no es la República. México no es la nación. Se perdieron estas ciudades, pero el sentimiento nacional se avivará mas y mas, lucharemos, pues, vosotros defendiendo a vuestros amos; nosotros defendiendo a nuestro ser social, vosotros defendiendo al retroceso, con todas sus faces (sic), de frailes nauseabundos, de militares renegados...vosotros invocando la ley de Dios que os castigará por este crimen, nosotros defendiendo la igualdad, la fraternidad y la libertad...vosotros escudados por el pabellón francés, nosotros por el mexicano; vosotros deshonrados, degradados y nosotros, sí, nosotros mal que os pese, libres, honrados, soberanos, independientes".
Varias veces he escuchado la objeción, pero ¿Quien leía estos escritos, si el 90% de la población era analfabeta?. La interrogante olvida un hábito y una cultura que hemos dejado atrás, quizá no para bien: los de la oralidad. En todas parte, no sólo en México sino también en la civilizada Europa, los conocimientos y las ideas se trasmitían verbalmente y quienes escuchaban, aquí en tendajones, vecindades, tabernas, zaguanes de las haciendas, campamentos, habían adquirido la destreza milenaria de aprenderse de memoria largas parrafadas que luego referían puntualmente en otra reunión. Así que las palabras volaban y hacían su labor. No se puede explicar de otra manera cómo pudieron juntarse a miles de combatientes que sólo esperaban tener un rifle para integrarse a las guerrillas chinacas y a los ejércitos formados al calor de los enfrentamientos.
Pueden encontrarse y examinarse otras motivaciones para que las colectividades se pongan de pie, como señalaba al principio. En los años de la intervención francesa operó el patriotismo, llevado tan lejos como nunca en la historia de este país. Pero ¿Era este patriotismo un sentimiento abstracto, puro, desvinculado de intereses terrenales?. Desde luego que no. Se trataba de una apuesta a largo plazo, de horizonte lejano: la hicieron aquellos que se vieron otra vez, como sus abuelos, aherrojados y sometidos, no obstante que el invasor y la iglesia les prometieran por lo pronto la tranquilidad y la protección de sus vidas y bienes, tanto aquí como en el más allá. El grueso de los ricos desertó del proyecto nacional, pero no pudo lograr que los activos de la nación siguieran su ejemplo. Los subestimados mexicanos, "incapaces de defender su propio suelo" como decía un periódico español, sacaron a flote la conciencia de pertenecer a una comunidad, existente, pero que subyacía oculta bajo las frustraciones y fracasos en la construcción nacional. Este espíritu se advierte en sinfín de actos cotidianos o de proezas, como los reseñados arriba. Con todas las calamidades del presente encima, quizá nuestro recurso de mayor valor está en acudir a estas experiencias de la historia.
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