Por Víctor Orozco
Edward Snowden |
“Hola. Mi nombre es Ed Snowden. Hace algo más de un mes tenía una familia, una casa en el paraíso y vivía muy cómodamente. También podía buscar, incautar y leer tus comunicaciones. Las tuyas y las de cualquiera, en cualquier momento. Esto es, tenía el poder de cambiar los destinos de la gente”, así comenzó una declaración el fugitivo más perseguido en el mundo hoy en día. La leyó el día de ayer ante unos cuantos abogados y miembros de organizaciones defensoras de los derechos humanos en la zona de tránsito del aereopuerto Sheremetyevo de Moscú, donde se encuentra desde el 26 de junio.
La decisión tomada por este hombre, empleado en labores de espionaje por el gobierno de Estados Unidos, de propagar estas actividades, ha puesto a prueba principios básicos del derecho internacional y de la moralidad pública. Los documentos difundidos por este arrojado joven, informan de acechos en todos los continentes, que dan cuenta de informes, conversaciones telefónicas, accesos a la red relativos tanto a particulares como a funcionarios públicos. Como antes con los documentos exhibidos por Wikileaks, el mundo quedó azorado ante la pérdida de la privacidad y la discreción en las relaciones personales de cualquier orden, oficiales o privadas.
Con métodos menos sofisticados y premodernos, pero sumamente eficaces, las policías en los antiguos regímenes totalitarios se metían en la vida íntima de los ciudadanos y los obligaban a conversar en susurros aún en la recámara o en la cocina. Los edificios de oficinas y viviendas, tenían ya integrados sistemas de escucha conectados a las centrales de inteligencia. Con las embajadas extranjeras sucedía algo similar. Los gobiernos colocaban espías entre los empleados y funcionarios de sus rivales o enemigos. A estos agentes se les “sembraba” en un país donde se integraban, construían una red de vínculos de toda índole para cumplir con su cometido quizá una o dos décadas después. Se tejían enredadas marañas que involucraban a informantes de partidos, cuerpos militares, iglesias, clubes sociales y desde luego altos funcionarios estatales.
Ahora, buena parte de todo este aparato físico de espionaje es inútil y obsoleto, porque las comunicaciones electrónicas han suplido prácticamente a las demás. El grueso de los vínculos entre gobiernos e individuos pasan por el ciberespacio y en cualquier caso, los de mayor relevancia. Los temas son infinitos: un plan de guerra, una inversión económica estratégica, una transferencia bancaria, un peculado multimillonario, una tortuosa relación sexual, un secreto sepultado, etc. A partir de datos en apariencia inconexos, las inmensas bases que los acumulan y los organizan, pueden desarrollar una estela de inferencias, deducciones, nuevas relaciones posibles de encontrar y explotar por los especialistas. Ni siquiera en la imaginación de George Orwell, creador del personaje del Big Brother, supremo dictador cuyo culto y dominio eran capaces de penetrar hasta los últimos y más recónditos rincones de la mente humana, pudo concebirse un sistema que sin cables, sin contactos físicos algunos, desde una pequeña instalación equipada con alta tecnología, podía escucharse o ver a un individuo y saber todo sobre su persona.
Supuestamente tal información está destinada para usarse por el gobierno de Estados Unidos en el diseño de su política interna y mundial. Su acopio es un asunto político y de seguridad nacional, alegan los voceros oficiales. Ed Snowden vio otra perspectiva: “La cuarta y quinta enmiendas a la Constitución de mi país, el artículo 12 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos y numerosas leyes y tratados prohíben sistemas de vigilancia masiva y omnipresente… e invocó el principio consagrado en los juicios de Nuremberg, conforme al cual se juzgó y ejecutó a los dirigentes del nazismo: “Los individuos tienen deberes internacionales que van más allá de las obligaciones nacionales de obedecer. Es por eso que los ciudadanos en lo individual tienen el deber de transgredir las leyes nacionales para prevenir que sucedan crímenes contra la paz y la humanidad”.
La convicción de que el espionaje masivo está violando la ley y con la vista puesta en un cercano futuro donde todo mundo será vigilado, con la ineludible pérdida de la libertad, lo hicieron tomar una profunda decisión moral. Entregó documentos a la prensa y debió salir de su país, al que según su parecer, sigue prestando un servicio supremo, defendiendo la causa de la libertad. No ha recibido por ello un solo centavo ni adquirido compromiso alguno con otros gobiernos o agencias. No obstante, es acusado de criminal y traidor, cargos fáciles de montar cuando además se despliega una campaña en los medios que exalta el patrioterismo y el temor a las acciones terroristas, a las que es tan sensible la sociedad norteamericana. Snowden representa a esa noble tradición libertaria de nuestros vecinos del Norte, en la cual han florecido historiadores, escritores, luchadores sociales que salvan al gran pueblo fundado en 1776 de la mala reputación con la cual lo han manchado las acciones de los voraces barones del capital y de sus auxiliares políticos o militares.
Otra regla toral de convivencia y respeto a las personas, es la establecida en el artículo 14 de la Declaración Universal de Derechos Humanos, el cual dispone: “En caso de persecución, toda persona tiene derecho a buscar asilo, y a disfrutar de él, en cualquier país. Este derecho no podrá ser invocado contra una acción judicial realmente originada por delitos comunes o por actos opuestos a los propósitos y principios de las Naciones Unidas”. Como muy bien lo han expresado la Unión Americana de Derechos Civiles y Human Rights Watch, la entrega de Snowden al gobierno estadounidense implicaría una violación grave a este precepto y para Washigton una inadmisible incongruencia entre su proclamado compromiso con los derechos humanos y la práctica política. No ha faltado quien señale la paradoja de ser el estado ruso, quien carece de historia como protector de estos derechos y sí tiene una muy larga de vulnerador, el que está dando ahora una lección en la materia a su homólogo estadounidense. Poco importa, si el Kremlin represor ayuda finalmente a salvar a este joven de un largo e inhumano confinamiento, reservado por el sistema norteamericano a quienes considera enemigos peligrosos. La política exterior mexicana, que lleva entre sus timbres de gloria la salvaguarda del derecho de asilo y a cuyo amparo han llegado aquí miles de perseguidos políticos, debería alzar la voz en este caso. Sin embargo, con el gobierno obsecuente de Peña Nieto, tal vez sea como pedir peras al olmo.
En múltiples convenciones internacionales se han establecido normas y usos comunes merced a los cuales los gobiernos deben observancia a la inmunidad diplomática y a la seguridad de representantes extranjeros. Incluso estos cánones han sido vulnerados en el afán de poner en prisión al disidente norteamericano. Los gobiernos de Francia, España, Austria e Italia no tuvieron empacho en tratar de obligar al presidente de Bolivia a aceptar una inspección en su avión, que volaba de Moscú a La Paz, para verificar si en su interior se encontraba el perseguido. Cómo en los tiempos de su pasado colonialista, se comportaron tal cual amos frente a sus sirvientes. Para dignidad de Latinoamérica los gobiernos integrantes del Mercado Común del Sur (Argentina, Bolivia, Brasil, Uruguay y Venezuela) acordaron llamar a cuentas a los embajadores de cada uno de los gobiernos europeos involucrados por su acción abusiva e ilegal. Es un gesto simbólico, cierto, pero de plena significación política e histórica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
No es por afán de censurar pero por la exagerada intromisión de "spam" (publicidad no deseada) decidimos activar la opción de moderar comentarios, disculpa las inconveniencias.