Por Víctor Orozco
Hagamos un ejercicio de comparación entre los dueños del dinero y los políticos: a los primeros nadie los elige, su poder es indefinido en el tiempo, extensivo a cuanta rama de la economía o rincón de la sociedad puedan acceder; no rinden cuentas públicas, nunca se someten a consultas, con tal de poseer un buen sistema contable jamás estarán en la mira de la justicia. Si es su gusto, pueden permanecer casi en el anonimato o vivir con tal discreción que nunca tendrán que confrontar a las tropas de periodistas que asedian a las figuras públicas. Sus motivaciones únicas o centrales, están en el crecimiento de las ganancias, esto es, el aumento de su riqueza. Pese a ello, son capaces de imponer conductas, hábitos de consumo, actitudes, a colectividades gigantescas. Aun, pueden subordinar a los gobiernos, uno tras otro y decidir por ellos legislaciones o políticas. En ciertos casos, su poder es en la práctica ilimitado, como puede constatarse si pensamos por ejemplo en la figura de Carlos Slim.
Los políticos, en cambio, tienen sus facultades acotadas por el tiempo y por la función que ejercen, deben someterse al escrutinio público para llegar al poder y para conservarlo; están obligados a rendir cuentas, a informar de su patrimonio a todo mundo, a responder ante la opinión pública o ante sus representados de cada uno de sus pasos. Puesto que sus fines privados han de subordinarse al interés general, la guía de sus acciones está presidida por éste o dicho de otra manera, por ideales de beneficio colectivo. Se les considera por estas razones, “servidores públicos”, que deben hacer frente y tratar de resolver a los usualmente graves problemas sociales.
Así están definidas conceptualmente las categorías de dueños y políticos. Sin embargo, la segunda pierde terreno de manera constante y adopta cada vez con mayor fuerza el modelo de la primera. El prototipo del estadista, animado por las grandes causas, capitula ante la mezquindad del funcionario ávido de fortunas que nunca deja de mirar al otro lado de la cerca, donde crece el verde pasto de los dueños. Y casi nunca resiste la tentación de brincarla y transfigurarse en ambas cosas. Como de inicio carece del capital, se lo procura con la llave de acceso al erario público. Y con esto, ya tenemos la fuente inagotable de todas las corruptelas.
Si atendemos a la sustancia y no a la forma, el origen de los cuantiosos ingresos del dueño y del político-negociante es el mismo: el valor generado por el trabajo, no el suyo, sino el de los demás. Entre las aberraciones que imperan en el mundo, aquella según la cual un individuo o grupo de personas están en condiciones de disponer de la riqueza social –y aún abusar de ella– es de las mayores. En este hecho, convertido en norma general a pesar de la sinrazón, descansa el poder por poco omnímodo de los que aparecen cada año en las páginas de Forbes.
Entonces, ¿Qué hace diferente a la fortuna de Carlos Slim y a la de Elba Esther Gordillo o Carlos Hank? ¿Por qué el primero no es sujeto de reproches si compra residencias en el extranjero y en los segundos la crítica puede llegar a la persecución penal? La distinción es tan sólo externa. En un caso, la ley permite y hasta estimula que un individuo adquiera el dominio de riquezas casi inconmensurables y con ello resortes básicos en la vida de las sociedades. En el otro, quiere que los funcionarios no se brinquen la cerca, aunque lo consigue muy de vez en cuando, pues lejos de ello, su enriquecimiento es ya un hábito, hasta elogiado. El viejo Hank González, lo enfatizaba con su celebrado dicho: “Un político pobre es un pobre político”. E hizo escuela en todos los partidos. Recordemos al joven héroe panista Juan Camilo Mouriño, ocupando a la vez un alto cargo en la secretaría de Energía, de la cual depende Pemex y la personería de la empresa privada que tiene contratos con… Pemex. Ni qué hablar de líderes sindicales como Gordillo o Deschamps.
No obstante su inveterada reiteración y recurrencia, a estos actos les llamamos corrupción, porque en el curso de los últimos dos siglos nos hemos impregnado de una cultura en la cual suponemos apartados el interés público y el privado. A un español del siglo XVIII, para nada le extrañaría que el rey fuese soberano y al mismo tiempo dueño de todas las tierras “descubiertas” en el nuevo mundo, las cuales podía conceder a una porción de sus súbditos, por la vía de una “merced” o gracioso beneficio.
En los tiempos corrientes, propiedad pública y privada se diferencian en la forma, en el ámbito jurídico. De allí que los ciudadanos –es decir esta abstracción integrada por aquello que nos es común a todos los humanos, sin considerar riqueza, sexos, colores, religiones– podamos exigir a los mandatarios una conducta ajustada a esta separación: una cosa son sus posesiones privadas y otras las pertenecientes al organismo cuya representación ostentan. La ley penal puede ser un buen instrumento, pero llega post festum, después de la fiesta y es apenas un sustituto. Mejor están todos aquellos recursos jurídicos y políticos que permiten a los gobernados o mandantes, enterarse oportunamente y a cabalidad de las cuentas generales, en las que deben incluirse además de las correspondientes a la administración pública, las de partidos políticos, universidades, sindicatos, asociaciones diversas. Y, a partir de los informes, exigir remedios inmediatos e instauración de responsabilidades.
La acción ciudadana tendría que ir mucho más allá del control sobre los políticos, para exigir igual potestad sobre los dueños. En su hambre de dividendos, devastan tierras y aguas, provocan crisis que conducen al desempleo, al hambre y desamparo de millones. Apenas mueven un dedo y deciden la suerte de pueblos enteros. El recientemente fallecido Stéphane Hessel, inspirador del movimiento de los indignados, lo escribía con la mayor claridad: “…el poder del dinero nunca había sido tan grande, insolente, egoísta con todos, desde sus propios siervos hasta las más altas esferas del Estado. Los bancos, privatizados, se preocupan en primer lugar de sus dividendos, y de los altísimos sueldos de sus dirigentes, pero no del interés general”.
No obstante la regla instaurada por el sistema que lo pone al servicio de los dueños, o mejor dicho justamente por ella, los pueblos han de resistir a la expoliación de la que son objeto. Tardará largo tiempo antes que se alcance un modo de vida en el cual la colectividad produzca para todos y su propio destino no quede en manos de unos cuantos. Es parte de la utopía.
Si no es posible arribar a una sociedad tal, sí lo es conseguir logros parciales, como poner en acto legislaciones y políticas públicas en las cuales se garantice la adquisición de bienes culturales y económicos substanciales para todos, protectoras de los recursos naturales y con cotos a la depredación y a la rapiña. A pesar de sus distancias conceptuales, dueños y políticos-negociantes, actúan de consuno en casi todos los campos: reparten las pérdidas pero no las utilidades, se baten contra limitaciones a las ganancias, contra los impuestos progresivos, el aumento de los salarios y todo aquello que implique mayores poderes para la colectividad. Y cuando es necesario y factible también contra las libertades. En todo caso siempre están de acuerdo en un axioma del sistema: la democracia se detiene en la bolsa, justo allí donde su influencia benéfica sería determinante.
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