Autor: Víctor Orozco
Enviado por: Víctor Orozco
La historia, se ha escrito muchas veces, es la maestra de la vida. Los individuos o las colectividades que no conocen la propia y son reacios a sus enseñanzas, están condenados a repetirla. Hoy, en que se habla tanto –aunque se logre tan poco– para alentar e instaurar una cultura de la legalidad, vale decir del respeto a la ley, es saludable recordar un episodio crucial en la historia de nuestro país. El 15 de mayo de 1867 fue tomada por el ejército republicano la ciudad de Querétaro donde se había instalado Maximiliano de Habsburgo con el grueso de las tropas imperialistas. El emperador cayó prisionero junto con sus generales, siendo sometidos a juicio de inmediato, incoado por un tribunal de guerra, de conformidad con la ley del 25 de enero de 1862, expedida en los inicios de la intervención francesa. Esta norma imponía la pena de muerte a los mexicanos y extranjeros que invadieran el territorio nacional o pretendieran cambiar la forma de gobierno por medio de las armas. El acto de expedición por el gobierno juarista, fue una especie de blindaje jurídico de la nación frente a la gravedad del ataque al cual era sometida.
Prisionero el emperador, muy pocos, incluyéndolo a él mismo, suponían que los republicanos se atrevieran a pasarlo por las armas. Se trataba del hermano del poderoso emperador Francisco José, que reinaba sobre el gigantesco imperio austro-húngaro y era uno de los más conspicuos miembros de la realeza europea, perteneciente a una casa real cuyos orígenes se remontaban muy lejos en la Edad Media y que regía desde hacía centurias. Desde que apareció el peligro de que el archiduque cayese preso, por el avance de las tropas fronterizas hacia el centro del país, el gobierno austriaco hizo gestiones ante el inglés, el de Prusia y el norteamericano para que protegiesen la vida de Maximiliano. Así trataron de hacerlo sus representantes, elevando comedidas peticiones los europeos al presidente de la República y una muy altanera del estadounidense, que sonaba más como una amenaza que como una solicitud amistosa y humanitaria. Víctor Hugo, el gigante literario francés, que contaba con la autoridad moral de haberse solidarizado con la causa mexicana en contra de su propio Estado, escribió a Juárez una conmovedora carta pidiendo por la vida del joven príncipe. También lo hizo José Garibaldi, el libertador de Italia y a quien tanto admiraba el presidente mexicano. La misiva del novelista no llegó a tiempo y quizá hubiera tenido mayor influencia en el ánimo del oaxaqueño que las insolentes palabras del diplomático de los Estados Unidos.
Escribió el autor de Los Miserables:
"Escuche, ciudadano presidente de la República Mexicana. Acaba usted de vencer a las monarquías con la democracia. Usted les mostró el poder de ésta; muéstreles ahora su belleza. Después del rayo, muestre la aurora. Al cesarismo que masacra, muéstrele la República que deja vivir. A las monarquías que usurpan y exterminan, muéstreles el pueblo que reina y se modera. A los bárbaros, muéstreles la civilización. A los déspotas, los principios. Dé a los reyes, frente al pueblo, la humillación del deslumbramiento. Acábelos mediante la piedad. Los principios se afirman, sobre todo, brindando protección a nuestro enemigo. La grandeza de los principios está en ignorar. Los hombres no tienen nombre ante los principios, los hombres son el Hombre. Los principios no conocen sino a sí mismos. En su estupidez augusta no saben sino esto: la vida humana es inviolable".
Narraron los abogados defensores de Maximiliano y los diplomáticos de Europa que se entrevistaron con el ministro Sebastián Lerdo de Tejada y con el presidente Juárez, que la tónica de las respuestas siempre fue la misma: el gobierno mexicano no podía hacer otra cosa que hacer respetar la ley sin hacer excepción alguna a favor de cualquier persona. Si se estaban juzgando a los mexicanos que habían apoyado a los invasores conforme a la ley del 25 de enero de 1862, debía hacerse lo mismo con los extranjeros y en lo particular con quien tenía la mayor responsabilidad en la guerra hecha contra el pueblo mexicano. No hubo, dicen los testigos, ni una palabra, ni un gesto que mostrara un signo de venganza o represalia. Se trataba de aplicar la ley, era todo.
Una vez cumplida la sentencia con el fusilamiento de Maximiliano y los generales Miramón y Mejía, el presidente Juárez explicó en palabras parcas: “...se logró el reconocido efecto y fin de la pena, que propiamente no tiende a reparar el mal causado por el crimen, pero sí ha de ofrecer la justa garantía contra su repetición en lo futuro…”. Esto es, el objetivo era hacer saber a los filibusteros y conspiradores que pululaban en las cortes europeas y en Washington, funcionarios y potentados, que México no era “un país disponible”, sino una nación de leyes y con un gobierno que las hacía cumplir.
La prensa europea y la norteamericana, excepción hecha de pocos medios, se volcaron en sus críticas y agresiones contra el gobierno mexicano después de la muerte del príncipe. Lo menos que se dijo es que se confirmaba el carácter salvaje de los mexicanos y no faltó quien comparara a Juárez con los sacerdotes aztecas que sacaban el corazón a sus enemigos prisioneros. No todos pensaban así. Entre los republicanos franceses exiliados, se despertó un sentimiento de admiración por el presidente indio que se había atrevido a llevar la justicia hasta sus últimas consecuencias. Ese mismo año, se recibió en México una salutación firmada por “obreros republicanos franceses” en cuyo nombre signaba Félix Pyat, el mismo revolucionario que dos años antes había expresado su solidaridad con la República en otra carta que el presidente Juárez tuvo en sus manos cuando residía en Chihuahua o en Paso del Norte. Con un estilo no muy lejano al de Víctor Hugo, pero con objetivos y orientaciones opuestas, el tribuno y eterno opositor a las monarquías escribió:
“La historia tiene para siempre tres fechas y tres nombres, iguales en justicia y en gloria; tres fechas: 1649, 1793 y 1867 ¡Tres nombres: Cromwell, Robespierre, Juárez
¡En el mundo moderno, tú eres uno de los tres grandes vengadores del género humano Y aunque eres el último que ha aparecido, no eres el menor entre ellos
La Europa cuenta dos hombres; ¡tú los igualas La América dos: ¡tú los sobrepujas Bolívar no tenía en su contra más que a España; Washington sólo a la Inglaterra: pero tenía consigo a la Francia.
Tú tenías al mundo en contra tuya, a todo el antiguo mundo de América y de Europa, porque también hay algo viejo en el nuevo mundo; tenías en tu contra a todos los reyes y a sus lacayos, y hasta los buenos republicanos que participaban del duelo de los reyes.
Pero tenías contigo la fe y la fuerza del derecho, y has sido más grande aún que Lincoln el mártir; porque si es hermoso morir por los esclavos, es más hermoso matar a los tiranos.”
El estilo es el hombre, dice el dicho. Pyat escribe como lo hacían los jacobinos y libertarios de todo el mundo decimonónico. Como lo hacían aquí Guillermo Prieto e Ignacio Ramírez. Y no le faltaba razón: México, solo contra el mundo, tenía a su favor la fuerza del Derecho. Aferrándose a ella, por fin triunfó. ¿Podremos los mexicanos de esta generación hacer valer esta lección de nuestro pasado y lograr el imperio de la Ley?
No hay comentarios:
Publicar un comentario
No es por afán de censurar pero por la exagerada intromisión de "spam" (publicidad no deseada) decidimos activar la opción de moderar comentarios, disculpa las inconveniencias.